sobre el resentimiento
annie ernaux, elena ferrante y la gran novela del resentimiento social
Que Annie Ernaux ganase el Nobel fue una victoria para las girls, o al menos esto es lo que me dice la gente. Sí, la Academia Sueca le otorgó el premio por “el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los extrañamientos y las restricciones colectivas de la memoria personal”. Bien podrían habérselo dado por demostrar los méritos de tener una situationship con alguien a quien no le importa si estás viva o muerta. Veamos: en un ensayo de la revista gringa The Drift, publicado unos pocos días después del anuncio del Nobel, la crítica Noor Qasim contrastó las novelas de Ernaux con la “novela de sexo millennial”. Contra las Sally Rooneys y Sheila Hetis del mundo —contra su temperamento neurótico y masoquista— resplende Ernaux, santa patrona de la autoficción, quien sí “se toma en serio la obsesión sexual”. Los titulares de aquellos meses, cuando no llanamente descriptivos, cargaban consigo ciertas asociaciones semánticas. Especial Annie Ernaux: pasión amorosa. Annie Ernaux, el Nobel y el ‘derecho a desquiciarse’. Por qué las veinteañeras intensas adoran leer a Annie Ernaux. Anecdóticamente, hay un tuit que no consigo olvidar: “Annie Ernaux develando cómo describir en prosa la sensación de estar enloquecida por la pinga es realmente un logro para la humanidad tan comparable con la mecánica cuántica”. Días febriles en los que la frase histeria femenina sonaba como arenga feminista; todos citando Pura Pasión, una entrega ligera sobre los suplicios de estar, Twitter dixit, enloquecida por la pinga.
Es cierto: todo esto fue muy gracioso. Es cierto también que los libros de Ernaux, especialmente aquellos que tratan el amor y el sexo, son incomparables. Y es cierto que su compromiso artístico con las vidas privadas de las mujeres le ha valido décadas de sorna por parte del establishment francés. La noticia del Nobel “causó increíbles paroxismos venenosos” entre ciertos sectores de la élite cultural de su país, reporta Rachel Cusk: ¿Acaso la literatura estaba cediendo terreno a las autoficciones autocomplacientes? ¿A los berridos de las amas de casa? ¿A las mujeres y sus narcisismos? Todas estas son críticas intrascendentes, histerias patriarcales; resultó fácil ignorarlas. Pero, paradójicamente, la reacción popular al Nobel de Ernaux las confirmó sin proponérselo. (Un tuit más: “Sabe dios lo muchísimo que disfruto siendo un cliché… todas juntas a leer a annie ernaux, hacer photo dumps…”). Ah, tal vez sí ganamos las chicas. Tal vez en el fondo lo único que queríamos era hablar, una vez más, acerca de nuestros novios.
No es raro que el internet reduzca a Annie Ernaux a una escritora de aforismos sobre el amor. La misma lectura le ha sido infligida a Pizarnik, a Plath, a Ocampo, a miles antes de ellas —es otra de esas maldiciones con las que cargamos las mujeres: las girls. Pero confundir a la escritora con su cliché desmerece la amplitud de su repertorio literario. Pocos pueden escribir sobre el deseo con la misma claridad mineral con la que narran su tránsito entre clases sociales —Ernaux nació en Yvetot, en una familia obrera—, la violencia latente en las estructuras filiales, o las transformaciones sociales que acometieron a Francia tras la Segunda Guerra Mundial. Ella lo logra porque su atención tan sutil a la experiencia individual siempre está modulada por su conciencia de la totalidad social. Es decir: la pulsión de su prosa es tan erótica como sociológica. (Es decir: basta ya del solo soy una chica.) Siendo justas, algunos críticos sí recordaron este elemento de su narrativa. Algunos incluso se emocionaron, como demuestra el embelesado titular de Jacobin, la revista de izquierdas: Annie Ernaux dignificó la vida de la clase trabajadora.
Tampoco creo que este tono de triunfo sea apropiado, pero déjenme explicarme. Pasé el otoño releyendo Dos amigas de Elena Ferrante, la saga best-seller que sigue a Elena Greco y a su mejor amiga, Lila, por más de cinco décadas. La trama de Dos amigas converge con la obra de Ernaux: es una historia sobre la amistad, el matrimonio, la maternidad, la brutalidad de la socialización femenina y la precariedad de la vida en la semiperiferia europea. Ernaux y Ferrante son ambas cronistas de los años dorados del capitalismo, desde la posguerra hasta el primer aliento de la época neoliberal. Tal como ocurre con las máscaras autoficcionales de Ernaux, Elena Greco se desplaza del proletariado napolitano a las altas esferas de la sociedad italiana—y, así como a ellas, luego le toca lidiar con las consecuencias. A lo largo de las cuatro novelas, la trama de Elena y Lila se despliega en paralelo a la historia de su barrio, sus familias y su país. Hace un par de años, un profesor llamó a estos libros chick-lit hegeliana; si perdono la inflexión paternalista, la frase incluso me hace sonreír.
Es curioso que nadie haya leído a Ernaux y Ferrante lado a lado cuando en las librerías ambas comparten estanterías. (Literatura europea, literatura moderna, y, dios nos perdone, Literatura de mujeres.) Tal vez es la brecha estilística: mientras Ernaux escribe autoficciones concisas e implacables, las novelas barrocas de Ferrante oscilan al borde del colapso. Una es highbrow y la otra lowbrow, para quien le importe la diferencia. Pero yo creo que las trayectorias de ambas se complementan, se iluminan mutuamente, y que en conjunto nos permiten discernir los contornos de un modo literario que podríamos llamar la novela del resentimiento social.
O, si quieres, la novela del arribista. Es la historia del artista pobre que escala la cima del mundo gracias a su educación, su talento y su suerte. Es también una historia sobre la vergüenza y el odio que siempre acompañan a los deseos del resentido: vergüenza de donde viene, odio hacia donde va. Puede que esta no sea la única clase de texto popular que nuestro momento histórico puede producir, pero sí es una de las pocas historias de la clase trabajadora que nuestras estructuras de producción cultural saben oír, nutrir y dejar prosperar. Porque para el obrero aprender a hacer arte significa, en última instancia, abandonar el idioma de tus padres para usurpar la lengua dominante y aprender a vivir con esta traición, encontrar incluso una forma de convertirla en una venganza.
No es una historia nueva: el dinero y el estatus social han preocupado a la literatura por mucho tiempo. Pero Ernaux y Ferrante, con sus logros literarios, le han dado nueva vida a la arribista. Lo que quiero decir es que los libros de ambas son en primera instancia sobre el dinero, no sobre el amor—pero, ya que aquí estamos, el amor es un buen punto de partida.
A finales de la adolescencia, Elena Greco sale de su barrio para estudiar, con una beca, en una universidad de élite. Es pobre, y se nota, y lo sabe: “El mérito no era suficiente, se precisaba algo más que yo no tenía ni sabía aprender”, narra ella en el segundo libro de la saga. Pero sus ansiedades se desvanecen al conocer a Franco Mari, su primer enamorado. Elena, perdida en una escuela llena de una “diversidad humillante”, aprende de Franco, un joven burgués, todo lo que no aprendió en Nápoles: los títulos de “los libros adecuados”, los modales de la clase educada, las jerarquías universitarias, los nombres “de las personas a las que admirar y a las que despreciar”. La reputación de Franco la protege, pero cuando la relación termina ella vuelve a ser excluida de las excursiones y fiestas de los estudiantes de buena familia. Siente entonces que su origen la ha puesto en eterna desventaja. Siempre estará intentando llegar al nivel de sus compañeros, que siempre tendrá miedo: “Miedo de decir la frase equivocada, de usar un tono excesivo, de ir vestida de forma inadecuada, de revelar sentimientos mezquinos, de no tener pensamientos interesantes”.
Algo similar le ocurre a Denise Lesur, la protagonista de la primera novela de Ernaux, Los armarios vacíos. Ella es la mejor estudiante de su año y una lectora voraz. Sus padres manejan una tienda de ultramarinos en una calle pobre del pueblo. Mientras crece, comienza a entender cómo la estructura social define “la pulcritud o la mugre, el gusto por las cosas bonitas o la dejadez”. Entiende que en esa jerarquía sus padres van últimos. Mirándolos, piensa: “Soy distinta. Infinitamente superior. Esos libros son el indicio infalible”.
Al llegar a la universidad se enamora de uno de sus compañeros. La madre de él es música, y su padre solía tener dinero; a ella le da demasiada vergüenza siquiera nombrar a su familia. “Él hablaba y yo me sentía insignificante. Él es brillante, claro, tiene teorías sobre el dinero, las leyes, domina la política, sabe dónde está. Y yo, yo, nada inteligente (...) una trepadora social, todo un desperdicio de esfuerzo”. Ella sabe de literatura, pero esto apenas es un consuelo: comparada con los intereses de ese chico, “la literatura es la señal de una mente empobrecida, típica de cosas escapistas”. Él, sonriendo, confirma su diagnóstico: “¡Huyes de la realidad, eso es lo que te pasa!”. Ella lo odia y lo envidia, y por esto lo desea más.
Franco Mari es similar: como le dice a Elena luego de leer su primer libro, “Hiciste todo lo posible, ¿verdad? Pero este, objetivamente, no es el momento para escribir novelas”. Ambos hombres son estudiantes de derecho, marxistas militantes, burgueses que pronto se unirán a las huelgas de mayo del 68. Ellos son animales políticos; sus novias, animales a secas. Ambas mujeres internalizan estas convicciones. Comienzan a verse a sí mismas como prisioneras de las frivolidades femeninas: el arte, repiten tras sus novios, es, como ellas, inútil.
Si la educación les ha permitido acceder a un nuevo mundo, el amor heterosexual les ha revelado que dentro de aquel mundo ellas carecen de poder. Así que Elena se dispone a olvidar el dialecto de Campania, diametralmente opuesto al italiano culto de sus profesores; Denise borra de su lengua el patois de Normandía, hablado por su padre en el día a día de su bodega rural. Ambas purgan de sí todo lo provinciano y se reeducan para dominar el vernáculo material y social de la élite. Denise estudia la distinción entre “los chicos de ciencias y los de letras… Químicos empollones, mal vestidos, sin conversación, parecen unos paletos”. (Más adelante, añade: “¿Tal vez son como yo? En la biblioteca, los estudiantes de derecho y de humanidades se quedan juntos”). Elena se entrena para ser como sus compañeros: copia de ellos el vocabulario, la ropa, los gustos y las opiniones. Pronto ambas mujeres encuentran a sus futuros esposos, hombres de clase media que llenan sus vidas de novedades históricas: televisores, supermercados, la libertad del libre mercado. “Dejarme chupar así, dejar que me aplaste un pequeñoburgués”, se dice Denise, pensando en el chico de su universidad. “Puede que eso sea el amor”.
Un par de años después se encuentran viviendo en Florencia o París. Llenan el tiempo con las responsabilidades hacia sus maridos e hijos. Escribir no las satisface —o no es posible— en el tedio de la domesticidad. Han accedido a la vida de la que sus padres estaban excluidos, la vida por la que tanto se esforzaron, y esto las aguarda: “todo el futuro”, escribe Ferrante, “degradado por la repetición de los rituales domésticos en la cocina, en la cama matrimonial”.
Odian a sus esposos, que las quieren reducir a amas de casa. Odian a sus suegros, yernos, nueras y profesores, hipercultos, afectados e indolentes. Pero también han comenzado a despreciar a sus propias familias, un asco que se enhebra ininterrumpido con el amor filial. “Me han jodido por ser lo que son”, piensa Denise. “Acabar como ellos… ¡No! Antes puta”.
Crece la distancia. Luego de oír sobre la beca de su hija, la madre de Elena grita: “Anda, vete, a mí qué coño me importa, siempre supe que te creías mejor que yo y que todos”. El padre de Ernaux, narra ella en su memoria El lugar, está orgulloso de que su hija pertenezca a un mundo que a él le había despreciado. Pero aquel cambio de mundo significa que ahora padre e hija no tienen nada que decirse. En la mente de ella, él adquiere la simpleza de un personaje hacia quien sólo se puede sentir lástima—lástima que lo hace estallar en una rabia terrible, que, a la hora de la cena, tuerce sus facciones en un rictus de odio.
Elena se aleja de Nápoles por décadas, temiendo que su madre, con su voz y su cojera, salga de sus adentros y rompa su máscara de pudor. Ernaux sólo regresa a Yvetot para enterrar a su padre. En el tren, rumbo al funeral, le vienen dos pensamientos al mismo tiempo: “Ahora realmente soy burguesa” y “es demasiado tarde”.
Ese es el corazón de la novela arribista. Volver a casa y descender la escala social es impensable. También es imposible: las mujeres ya no hablan el idioma de sus padres. Atrapadas en estas contradicciones (la vergüenza que sienten del lugar de donde vienen, el odio que les causa el lugar hacia donde van), están confinadas a un espacio liminal que sólo encuentra enunciación en sus libros.
Ahorrémonos las lágrimas: escapar de la pobreza no es algo digno de lástima. Una debe ser excepcional para lograrlo. Excepcionalmente inteligente, diligente, astuta, servil, suertuda—no importa: excepcional, pese a todo. (“Tú eres mi amiga estupenda”, le dice Lila a Elena a los dieciséis, “tienes que llegar a ser la mejor de todos, de los chicos y las chicas”.) El problema es que el resultado manifiesto de esta excepcionalidad es el aislamiento. De ahí la corriente melancólica de las obras de ambas mujeres: tanto esfuerzo y tanto tiempo y sólo han descubierto que la movilidad social es un desgarro, solamente otra clase de exilio.
Ernaux y Ferrante son resentidas sociales. No lo digo con vergüenza: yo creo que el resentido social —el pobre que odia— es una de las figuras más importantes de la literatura moderna. En estos personajes se realizan y destruyen las fantasías de nuestro tiempo: el mito del esfuerzo, la farsa de la justicia, la mentira del talento. El resentido social desea como nadie más sabe desear. Y que su deseo sea ascender e integrarse a la clase dominante —es decir, que el resentimiento vaya siempre de la mano con la envidia— no es ninguna hipocresía. Es lo más natural del mundo: querer dejar de temerle a morir endeudado, a morirse de hambre, a trabajar hasta reventar; querer tener dignidad, soñar con ser libre al fin.
El resentido carga en su cuerpo las marcas del pasado. El resentido conforma la materia prima del futuro. Y sólo el resentido conoce la forma real del presente, porque solo la furia impulsa a ver la verdadera forma del mundo—es decir, porque el resentimiento es la única respuesta honesta a una sociedad que, grotesca en su desigualdad, está diseñada para generar odio. Y si el resentimiento tiene sus límites—corroe y reseca, nos vuelve caníbales; esto es mejor que la sumisión del meritócrata, que la ceguera idiota del nepotista, pero no es suficiente—, es exactamente del encuentro con estos límites que viene el poder de la obra de ambas mujeres.
Ambas conocen la humillación y la envidia que acompañan a la pobreza. Ambas desean medrar. Y ambas saben que, para un puñado de pobres afortunados y quizá talentosos, la educación y la asimilación ofrecen capital social, cultural y, más tarde, capital a secas. Pero esta no es la única razón por la cual ambas dedican sus vidas a la escritura. A fin de cuentas, la forma más directa de penetrar en una sociedad, además del linaje, es el dinero; el arribista pragmático fue a la universidad para estudiar Economía y Finanzas. No, lo que anima el compromiso de ambas escritoras con el arte es una obsesión real. Es por eso que las palabras de sus primeros novios son tan perturbadoras: si la literatura es absolutamente inútil, sus vidas lo han sido también.
La pregunta que quieren responder es, entonces, para qué sirve la literatura, y si acaso esta tiene poder. Pero su habilidad de responder depende de su posición social. Dije antes que la novela del resentimiento es la narrativa más popular de la clase trabajadora, si no la única posible. Eso ocurre porque si bien el talento es democrático—la inteligencia y el estilo no son un privilegio reservado a los ricos—, el talento necesita ser cultivado, y esto cuesta. El artista necesita comida, techo, tiempo, educación para afilar su mente y capital para navegar por el mundo culto. Y estos son privilegios reservados para los ricos, sus hijos y el meritócrata oportuno que irrumpe en su órbita.
La vida de Ernaux es emblemática de este fenómeno. Escribió su primera novela en secreto, pero solo después del exilio de clase: como ha dicho en varias ocasiones, solo pudo escribir luego de pasar por el sistema educativo donde tanto se esforzó por ser excelente, y sólo la pudo escribir en el tiempo libre que le otorgó su trabajo de clase media. Por esto es que la mayoría de los libros contemporáneos sobre la clase trabajadora son historias apóstatas, desde El lugar hasta Hillbilly Elegy. La industria cultural está tan estratificada que un libro solo puede llegar a nosotros cuando lo ha escrito alguien que nunca fue pobre, o alguien que gracias a la movilidad social ya dejó de serlo.
Así que la tarea de la escritora de clase baja es doble. Debe descubrir qué puede hacer la literatura, pero también debe comprender las contradicciones de su posición: ya no es parte de la clase que busca representar, pero sólo gracias a este desplazamiento puede escribir y ser leída. Ambas mujeres saben que cargan con este peso. Ambas dedican el resto de su obra a responder esta pregunta.
Lila, la hija del zapatero del barrio, es la mejor amiga de Elena. También es su polo opuesto. Mientras Elena siempre es querida (y cuando no lo es, se esfuerza en gustar), a Lila los otros niños le lanzan piedras. Mientras Elena se mueve con miedo y cautela, Lila juega a meter los brazos en las alcantarillas y la reta a seguirle el paso. Y una vez, cuando un joven las amenaza, Elena rompe a llorar; Lila le pone un afilador de cuchillos en la garganta.
Sus diferencias se consolidan en la primera gran bifurcación de sus vidas. Elena se siente, desde el primer momento, orgullosa de ir a la escuela y abandonar el hogar: ahora está “en compañía de muchachos que estudiaban latín y griego y no de albañiles, mecánicos, zapateros remendones, verduleros...”. Lila es la más brillante de su clase, pero sus padres le prohíben estudiar. A los dieciséis años se casa con un joven empresario. Cuando visita a su antigua maestra, que le reprocha a Lila que estaba destinada a ser más que esposa y madre, ella le responde: “Yo soy como todos”.
La historia de Lila sugiere que el arribismo de Elena no es una obligación, sino una opción entre muchas: hay otras maneras de vivir, pero hay gente que no puede vivir de otra manera. No es que Lila rechace toda comodidad material. Es ella quien convence a Elena de que hacerse ricas es una meta urgente, porque ha visto que el dinero trae respeto y protección. En la niñez sueñan ambas con que sus libros les conseguirán cajas de caudales, diamantes y monedas. Con el tiempo la riqueza pierde el nimbo: aprenden que proviene de billetes manoseados y cajas mecánicas, de vender jamones y zapatos. Pero para Lila el desencanto es mayor. Luego de revelarle a su amiga que el capital de su esposo proviene del mercado negro y la usura, le dice: “¿Está claro en donde me he metido?”
Pasan los años. Lila abandona a su marido por un amante y, sin dinero, toma un trabajo en una fábrica de embutidos para sobrevivir. Para librarse de las condiciones horribles de la fábrica, acepta trabajar para una de las familias más violentas de la ciudad. Para librarse de aquel clan, monta una empresa de informática y se convierte en un polo de poder alternativo en el barrio.
Brevemente parece haber triunfado, pero pronto las cosas van para abajo. Su hija de cuatro años desaparece. Cuando Lila comprende que jamás va a encontrarla, vende la empresa, se separa de su pareja, y se recluye a solas en su departamento. Y un día desaparece sin dejar rastro. En su casa tampoco están sus ropas, sus libros, sus documentos, su computador o sus zapatos. “Nada de nada”, dice su hijo. “Ha cortado todas las fotos en las que salíamos juntos”.
Elena recibe la noticia de la desaparición en Turín, donde vive sola, ya separada de su marido y de su amante. A veces la visitan sus hijas. Durante una de estas reuniones, las mujeres se acercan a la estantería donde su madre guarda sus propias novelas y empiezan a leer fragmentos en voz alta. Mirándolas, Elena piensa que quizá ellas nunca han leído esos libros; que incluso si lo han hecho, lo que está oyendo ahora la avergüenza. Se le hace evidente “el escaso valor de todos esos volúmenes”. Empieza a preguntarse si su vida —los estudios tan arduos, las hijas bien criadas, su fama menguante— no se reduce, comparada con Lila, “a una batalla mezquina por cambiar de clase social”. Así que, llena de rabia, comienza a escribir un libro sobre su amiga.
No creo que este final sea sombrío. Es otra permutación de su juego sin fin: Lila incapturable, Elena a su zaga. También creo que luego de una vida de presenciar de primera mano la violencia y el horror, la negación absoluta de Lila de continuar siendo parte de este ciclo constituye un triunfo. Pero pienso más en algo que dijo Ferrante en Frantumaglia, el libro que compila las pocas entrevistas que ha dado a lo largo de su carrera. Allí nota que si bien el deseo de Elena de “escapar de la miseria” a través de la educación es notable, las vidas individuales, “incluso las más afortunadas, terminan por ser insuficientes y en muchos aspectos culpables”. Los cambios profundos, continúa, requieren el fluir colectivo de las generaciones, deben acometer a la colectividad. Elijas ser o no ser escritora, hacerte o no hacerte rica, irte o nunca salir de tu barrio, la corriente de la historia igual te arrastrará, y consigo llevará tus sueños, tus planes y cualquier visión que hayas tenido de tu legado. Sic transit gloria mundi; haz lo que quieras, entonces. O, como le dice Lila a Elena en una de sus últimas conversaciones: “¿Dónde está escrito que las vidas deban tener sentido?”
Cuando Annie Ernaux ganó el Nobel, habló en su discurso sobre los años en los que dejó de escribir, cuando tenía dos hijos, trabajaba como profesora y cargaba sola con el cuidado de la familia. Veintiséis, veintisiete. Creía que moriría “sin haber atravesado la puerta que estaba hecha sólo para mí, el libro que sólo yo podía escribir”.
Entonces falleció su padre. Al año siguiente estallaron las grandes protestas de 1968. Y ella empezó a sentir que debía regresar “al mundo de mis orígenes, a mi ‘raza’”: la estirpe de los obreros, los campesinos sin tierra, la gente despreciada por sus modales, su acento y su cultura. En La escritura como un cuchillo dice, citando a Bourdieu, que el estigmatizado padece de un exceso de memoria; ese resentimiento impele a recordar, y ese recuerdo impele a escribir. También impele la culpa—la culpa por el abandono de los orígenes, por la aculturación escolar, por haber pagado el precio de entrada al mundo del arte. Como lo pone el epígrafe de El lugar, escribir es el único recurso cuando se ha traicionado.
Pero fue alrededor de 1968 que Ernaux comprendió también que, para responder al recuerdo del desprecio, sus libros debían romper con lo que en su discurso llama la “buena escritura”: la frase bonita, el lenguaje de Flaubert, Proust y Woolf. La única manera de no traicionar de nuevo a su familia y su clase era acudir a un lenguaje “portador de cólera y de burla, incluso de grosería… insurgente, a menudo utilizado por los humillados y los ofendidos”. Es decir, armar una novela con las mismas palabras que empleaba para escribirles cartas a sus padres.
En las dos décadas siguientes esa convicción maduró en un estilo ya purgado de burlas y metáforas, descrito por ella como una “distancia objetivadora, sin afectos expresados, sin ninguna complicidad con el lector cultivado”. Romper con la buena escritura significó también renunciar a otra fantasía: la del arte como redención individual. Fue en 1974 que Ernaux abandonó las novelas para dedicarse a las autoficciones con las que erigiría el resto de su carrera. No se trataba ya de sostener la fantasía de su excepcionalidad, forjada en la escuela a través de sus logros académicos, sino de “perder [al yo] en una realidad más vasta, una cultura, una condición, un dolor”.
De los surrealistas le quedó la voluntad de actuar sobre la representación del mundo mediante el lenguaje. De Bourdieu, el deseo de sacar a la luz los mecanismos de reproducción social para así desmontar el mito de la voluntad individual. Por eso ella describe sus libros como algo “entre la literatura, la sociología y la historia”: una herramienta para desenterrar lo indecible social, para desvelar los mecanismos colectivos en vez de consolidar el orden existente.
Los años es la expresión más extrema de esa ambición: la biografía de una generación escrita en primera persona plural. “Todas las imágenes desaparecerán”, abre el libro, y luego procede a orillar sus fragmentos contra la ruina: los recuerdos del último día de la segunda guerra mundial, de las tardes en el Yvetot campesino, de un aborto en la cocina, de la amenaza nuclear, del divorcio, del nuevo orden mercantil, de la llegada del internet, de las reuniones con los hijos y nietos en el nuevo milenio. Un catálogo centelleante que reformula el objetivo central de la obra de Ernaux: inscribir las historias de sus antepasados en el núcleo de la cultura, dignificarlas a través del lenguaje, denunciar los sentimientos de enajenación y extrañamiento que acompañan un estilo de vida considerado inferior. Enhebrar en la literatura a quienes se dice que viven por debajo de la literatura. Han pasado ya los tiempos donde sólo sentía asco y odio hacia su familia. Ahora rabia con ellos. Por eso es capaz de robarle el arte de escribir a la clase dominante y empuñarlo contra sus convenciones, su legitimidad.
Una oye la resonancia de esto con una de las últimas secciones de las novelas de Ferrante, una suerte de declaración de artista. “Lila tiene razón”, piensa Elena. “Una escribe no tanto por escribir, se escribe para infligir dolor a quienes quieren infligir dolor. El dolor de las palabras contra el dolor de las patadas y los golpes y los instrumentos de muerte. No mucho, pero lo suficiente”. A veces tienes que destruir la literatura para hacer literatura. No hace falta insistir en este punto: la conferencia del Nobel de Ernaux se titula “Escribiré para vengar a mi raza”. Es cierto, a fin de cuentas, que tal vez la escritura no nos traiga libertad. Pero nos traerá justicia, y la justicia, bien sabemos, muchas veces toma la forma de la venganza.



