Extrañaba el anonimato, o tal vez solo estaba muy triste: la cosa es que nunca entendí muy bien por qué abrí chicaneurosis. Lo que sí sé es esto: pasé una tarde y una noche mirando mi teléfono, sin hacer nada en particular pero incapaz de detenerme; hacia el final de la noche abrí Instagram de nuevo, presioné dos veces la imagen de mi rostro en la esquina inferior derecha y, aún en automático, creé la cuenta.
No se lo dije a ninguno de mis amigos, no pedí a nadie que me promocionara. Solo comencé a seguir a mis cuentas favoritas, y a postear a ritmo de ametralladora. No pensé en los seguidores, aunque en mis momentos más ambiciosos se me ocurría que podría acumular un número pequeño pero respetable: 250. Pero una noche, después de dos o tres semanas, me despertó una avalancha. Una cuenta grande había compartido una hilera de mis posts, y ahora me seguían cientos de nuevas personas.
La semana siguiente mi teléfono fue una máquina de números ascendentes. Levantaba la mirada por más de dos minutos y tenía cien notificaciones nuevas. Personas que no conocía me metían a grupos de chat, dejaban comentarios, enviaban mensajes, preguntaban quién era. Mi cerebro parecía estar friéndose en aceite. A finales de esa semana tenía cinco mil seguidores; hoy, el número oscila alrededor de los quince mil.
A mediados de aquella semana, uno de mis mejores amigos comenzó a enviarme mis propios posts. Me asusté, aunque no confesé nada: solo respondía literalmente yo o just like me fr o yoo yooo YOOOO. Por dentro pensaba: qué vergüenza. Seguramente había dejado una pista inequívoca de mi identidad como para que él pudiera adivinarla tan fácilmente.
Luego de dos días de recibir mis posts en nuestro chat, lo que tomé como una señal silenciosa de que me había descubierto, me rendí. Le pedí que me ayudara a mantener el anonimato y que por favor no le contase a nadie que esa era mi cuenta. Su respuesta fue graciosa, supongo, en retrospectiva: “Qué hablas, Brunella. Cómo que esa eres tú”. Esa es la historia de la primera vez que me doxxeé.
Doxxear a alguien, en la acepción original de la palabra, es revelar su información privada a un grado letal: publicar su nombre completo, el nombre de su trabajo, fotografías de la fachada de su casa, o el número de su DNI. Pero el verbo es versátil: coloquialmente, doxxear significa revelar el nombre real de quien en el internet sólo se identifica a través de seudónimos.
Ser doxxeada, en el segundo sentido de la palabra, era mi preocupación más grande respecto a la cuenta. He dicho que no entendía muy bien por qué la había creado, pero esto no es del todo cierto: si bien no entendía por qué abrí chicaneurosis en aquel momento específico, sí entendía algunas de las frustraciones e intereses atrás de esa decisión.
Aunque el internet continúa obsesionado con la autenticidad, todos sabemos en mayor o menor medida que es un imposible. ¿Cómo resumes tu temperamento entero en una caption de Instagram? No puedes. Así que en las redes uno generalmente acaba haciendo una performance de sí mismo—o, lo que es más común, una versión simplificada y comisariada de sí mismo. Ese es el atractivo de la cuenta anónima: si la autenticidad es imposible, el anonimato te permite descubrir qué pasa cuando dejas de fingir que no estás fingiendo.
Lo que no quiere decir que las experiencias no fueran mías: en verdad tengo que ser la persona más cachable en Metro. Pero lo digo con la media sonrisa con la que se lo diría a mis amigos, quienes saben que esa frase no condensa la totalidad de mi personalidad sino sólo representa una fracción de ella—recortada, filtrada, con la saturación al máximo. Lo opuesto ocurre en el internet: cada frase es interpretada como muestra auténtica de quien somos. Por eso, imagino, le tenía tanto miedo al dox. Si me doxxeaban, entre chicaneurosis y yo no habría distancia posible: toda broma se malinterpretaría una declaración de principios, gusto y temperamento que, en el peor de los casos, podría herirme en la vida real.
Además, pensaba, habría sido humillante que mis amigos viesen mis posts y asociasen esa histeria con mi personalidad real, que quiero creer que está caracterizada por la seriedad y el misterio (aunque probablemente lo más realista es decir que parezco alguien con ansiedad social). El problema era que, incluso aunque no supieran que eran míos, mis amigos ya estaban leyendo mis chistes de mierda—mis amigos y, de acuerdo a las estadísticas de Instagram, por lo menos siete mil nuevos desconocidos por post.
Pantallas: malas. Teléfonos: malos. ¿Qué se puede decir sobre el internet? El tono general de los sentimientos que evoca es resumido por mi mamá cada vez que nos ve a mí y a mis primos con el teléfono en la mano durante las reuniones familiares: estos chicos son adictos a la máquina.
La máquina (derogatory). ¿Qué más se puede decir sobre el internet? Más allá de lo obvio, digo: que vuelve a muchos de sus usuarios versiones más crueles, miserables e impulsivas de sí mismos; que hace sentir a uno que todos sus amigos son capaces de divertirse sin él, exige que uno anhele masoquistamente este sentimiento, y lo incita a inspirarlo en otros; que ha construido un panóptico casi total y, peor, un sentimiento de indiferencia generalizada hacia él; y que ha hecho todo esto en servicio de una meta banal: vendernos de manera más eficiente zapatos de Shein o libros de Audible sobre el gaslight.
Se supone que uno debe tener vergüenza de decir que hace las cosas por atención, pero a mi no me avergüenza admitirlo: creo que el primer deseo humano es el de ser reconocido. El problema, me parece, es que el internet es un superestímulo que provee un suministro sintético y casi infinito de esa atención, ese sentido de comunidad. Lo que quiero decir es que pese a estar asustada, no dejé de publicar—primero porque era divertido y, segundo, porque resistir los incentivos del juego de la atención demostró ser más difícil de lo que había esperado.
Supongo que debería decir algo sobre el tipo de contenido que posteaba. Eran mayormente (1) aforismos (2) sobre mi experiencia de Lima (3) no tan graciosos como desquiciados. Detalles: mañanas yendo a Gamarra con OK Computer en los audífonos, los bailes de caporal el día de la madre, la primera vez que me cholearon en serio. El impulso peruano de reírte de tu miseria o, en todo caso, el sentimiento de que había algo cómico en todo esto, pero la duda de si el chiste era o no a costa mía.
Una nueva variación cae en la mente, o sea, en el feed: un plato de arroz chaufa servido con mandarina. ¿Por qué era tan gracioso? No había manera de decirlo. Pero alguien había decidido que era un ejemplo de la comida piurana y eso, de alguna manera, volvía la imagen aún más surreal. Comencé a recopilar fotos como esa en mi página. Un pan francés relleno de mandarina, gajos anaranjados flotando en un vaso de yogur. Un grupo de adolescentes me envió una foto de una torta tres leches cubierta de crema batida, canela y mandarinas; encima habían colocado la foto de un Minion y la bandera de Piura. Yo nunca había estado en Piura, nunca había pensado en ella más de cinco minutos (esa obstinada, orgullosa miopía limeña), pero a lo largo de esos meses no abandonó mi mente. Pasaba por las pirámides de frutas en el mercado y escondía la sonrisa; escuchaba Armonía 10 y se me hacía agua la boca.
Para marzo, chicaneurosis se había vuelto un trabajo no-remunerado a medio tiempo: sola, hacía producción de contenido (posts), community management (responder mensajes), moderación (bloquear faltosos) e investigación de mercado (revisar Instagram, Twitter y Tumblr para saber qué estaba pasando en el internet —esto también era terapia para mis crecientes niveles de ansiedad). Sobre esto no tengo mucho que decir, excepto que creo que un editor de Wikipedia o el admin de página de memes promedio aporta más valor a la sociedad que un abogado corporativo, o un profesional de liderazgo, o un mánager de calidad de servicio (c.f. David Graeber). Trabajamos más, por lo menos.
Cosas raras estaban ocurriendo. Cada cierto tiempo me seguía una cuenta de memes cuyo username era una variación del mío: chicapsicosis, chiconeurosis, chamopsicosis. Cada cierto tiempo alguien me reenviaba un meme sobre mí: yo sólo quiero ser como ella, yo sólo quiero stonearme con ella, etc. Cada día desconocidos me etiquetaban en nuevas imágenes de Sarita Colonia, a quien tenía de foto de perfil, y me decían: te encontré. Te encontré en Miraflores, Los Olivos, Al Fondo Hay Sitio, mi iglesia, el mercado. Un colectivo de poesía digital escribió una hilera de posts analizando el impacto de la cuenta: “La aparición de chicaneurosis y el resentidoposting iniciaron (sic) una movida en las páginas de memes locales que se fue transformando en una especie de escena artística, (...) la entrada de un modernismo literario al meme en forma de rapidez e ironía…”
Cosas raras ocurrían incluso afuera del territorio de lo terminalmente online. Me invitaban a fiestas sin haberme visto el rostro. Un amigo se gileó a por lo menos dos chicas distintas diciéndoles que conocía a chicaneurosis. En una discoteca, conociendo a los amigos de otro amigo, me incliné hacia una chica y le dije “Hola, soy Brunella”. Me sonrió, y respondió “¡Chicaneurosis!”. Alguien me ofreció convertir mis posts en NFT. Otra persona envió una foto de un asiento de bus donde leía “chicaneurosis soy leca pero por ti más.” Alguien más me invitó a participar de una exposición de arte. Acepté, y a lo largo de la siguiente semana varias personas me enviaron fotos de mis posts alineados en las galerías de un sótano en Cercado de Lima.
Todo esto, seamos claros, era muy gracioso. Mi cerebro se estaba derritiendo, yo tenía más ansiedad de la que había tenido en los últimos dos años, y el trabajo en chicaneurosis hacía semanas había dejado de ser divertido—pero nunca me olvidé de que, objetivamente, todo esto era muy gracioso.
Si antes usaba mi teléfono una hora al día (con algunas excepciones), ahora lo usaba por seis o siete. Había vuelto al ritmo frenético que caracterizó mi uso del internet a los trece años, cuando todo conocimiento se sentía útil, aunque si me lo hubieran preguntado, no habría sido capaz de explicar más de un par de contextos en el que sería plausiblemente beneficioso conocer 125 hacks con botellas de plástico o “El inquietante misterio de Talking Angela”. Más aún, si en algún momento necesitase esa información, simplemente podría usar Google; no necesitaba saberla de antemano. Pero yo era incapaz de controlarme, o al menos eso sentía; era adicta a la información.
A esa edad pegué en la pared al lado de mi computadora un post-it que decía “nuestra manera de pasar los días es, por supuesto, nuestra manera de pasar la vida.” ¿Cómo pasaba mis días? Caía de rabbit hole en rabbit hole, me quedaba pegada a drama irrelevante de internet, veía videoensayos en YouTube que olvidaba apenas habían acabado. Había vuelto al ritmo de mi primera adolescencia. Cuando me di cuenta, intenté descubrir cómo me libré de él la primera vez, pero lo único que pude recordar fue ese post-it y el hecho de que, unos meses después de pegarlo, lo arranqué: me deprimía demasiado.
Uno de mis ensayos favoritos se llama El internet está hecho de demonios. “Todos los adolescentes en TikTok hablan con una cadencia idéntica. Los millenials en Twitter usan el mismo vocabulario reducido: incluso cuando los encuentras en el mundo real, el mundo iluminado por el sol, dicen cosas como válido o basado”. Creemos que el internet es una red de comunicaciones que sirve para hablar entre nosotros, pero eso no es siempre cierto. Cuando te peleas con alguien en Twitter o lanzas opiniones en Instagram, no estás hablando con nadie: la máquina habla consigo misma a través de ti.
No quiero decir que me poseyeron demonios mientras posteaba, pero muchas veces me encontré haciendo cosas que no podía comprender. Mis posts, a fin de cuentas, no eran declaraciones de principios—pero venían de algún lugar dentro mío, incluso cuando yo no podía reconocerlo. De ese lugar también venían otras cosas: el deseo de responder con un insulto o burlarme públicamente de un mensaje fuera de tono, decir miren a este imbécil. Necesitaba vigilancia constante para no ceder a estos impulsos. Era divertido hablar con la voz de la máquina, pero era difícil asegurarse que la máquina no estaba hablando a través de mi.
Mi círculo extendido de amigos comenzó a enterarse. La mayoría ya tenía sospechas para cuando les dije que yo administraba chicaneurosis. “Se parecía demasiado a ti”, decían algunos. “Usaba tus mismos chistes,” añadían otros. Yo quería morir. ¿Habían sabido? ¿TODO este tiempo? La vergüenza era demasiado poderosa. La vergüenza aparecía también cuando me preguntaba, con una sonrisa: ¿Estoy desperdiciando mi tiempo? El resto de mi vida iba adelante con normalidad, pero mis pocos ratos libres estaban dedicados a administrar la cuenta. En el gran esquema de las cosas, ni siquiera tenía tantos seguidores: no habrían alcanzado para justificar el estrés que me causaba tener que postear diariamente. En todo caso, incluso después de contárselo a mis amigos, era difícil comunicarles el hecho de que me estaba volviendo loca por algo tan banal como una página de Instagram!
De memes de internet!
Borré la cuenta por un mes. Cuando volví nada había mejorado.
Echados boca arriba en el pasto de un parque en Lince, con los ojos entrecerrados y la muñeca sobre la frente, le dije a un amigo que creía que tenía que cerrar chicaneurosis. “Estoy terminalmente online”.
“Sí”, respondió, y giró la cara al sol. “Todo lo que dices es una referencia de algo más”
El Papa Francisco cree que el internet es un regalo de Dios. Pienso en esto mientras uso el editor de Instagram para colocar el texto de una receta de picarones sobre una imagen de Bob Esponja siendo penetrado por Arenita. Pienso en esto mientras bloqueo a los tres padres de familia que me han llamado alguna variación de idiota inútil por decir que el Callao me parecía feo. Pienso en esto mientras veo un video de tres personas con distintos niveles de habilidad preparar hamburguesas. Al final del video, una científica de comida evalúa sus métodos y decide quién lo hizo mejor. Nadie te dice cuándo has ganado o perdido el juego del internet; si quieres, puedes seguir jugando por siempre, eternamente preocupado por nunca ser doxxeado, nunca ver tus números decaer, nunca volverte una caricatura de ti mismo. Si quieres, puedes por siempre estremecerte de placer cada vez que la atención colectiva, como luz solar concentrada a través una lupa, escuece sobre ti.
Si quieres. Lo que he descubierto a lo largo de los últimos meses es que no puedo. No fue ninguna tragedia personal o epifanía: sólo sé que en algún momento hay que decir ya no. Los jajas no faltaron, pero ya no tengo tiempo ni energía emocional que dar. Creo que he casi agotado el amor que sentía por este proyecto, al menos por ahora, y creo que es mejor que la página muera dignificada a que dure por años como una versión peor de sí misma.
Me estoy doxxeando porque he llegado a la conclusión que el anonimato en internet no es más que un sueño. Apenas uno se vuelve demasiado controversial, o demasiado hostil, o incluso demasiado gracioso, puede estar seguro de que dos o tres personas demasiado involucradas en el drama de internet querrán por lo menos hacer público su nombre, si no arrastrar su vida por los suelos. He dejado claro cuáles eran las intenciones de la página, así que espero (tal vez ingenuamente) evitar las peores malinterpretaciones. Además, y esto es un poco egoísta, creo que es mejor que me doxxee yo a que lo haga alguien más—es mi derecho. Siempre me ha gustado cuando los misterios de internet se resuelven de manera satisactoria.
Así que esta es la historia de la última vez que me doxxeé. Los posts han sido archivados, la app ha sido borrada, espero no volver a postear a menos que se me ocurra algo increíblemente bueno; espero no volver a postear. RIP chicaneurosis, entonces. Y, se me ocurre, c.f. Bolaño: todo lo que empieza como tragedia acaba como comedia.