
Hola. Este es un texto que escribí a mediados de 2022 sobre irse de fiesta después de la pandemia. No lo publiqué porque estaba deprimida así que todo lo que hacía me daba ASCO!!! pero ahora lo releo y siento mucha ternura; estaba chiquita. Lo dejo acá para su consideración.
Eduardo y yo estamos en San Juan de Miraflores para la fiesta de una amiga de la secundaria. Si no conoces San Juan de Miraflores, alcanza con decir que cuando Eduardo le dijo a sus amigos que estaba por acá ellos le respondieron qué chucha haces ahí.
Eduardo vive en Miraflores. En los cuarenta y cinco minutos que tarda ir de Miraflores a San Juan de Miraflores los edificios comienzan a perder altura, se des-tarrajean, los intersticios de césped entre la pista y la vereda se encogen y difuminan en tierra y polvo. El mundo se ensancha. Es un viaje corto, pero, por supuesto, nadie nunca te pregunta qué chucha haces en el parque Kennedy.
La fiesta es en un edificio residencial convertido en centro de eventos. En el primer piso se celebra un baby shower, en el segundo un matrimonio, en el tercero un quinceañero. En nuestro piso, la azotea, tenemos a la altura de los ojos la ropa de los vecinos. Un grupo de chicas cuyas caras no reconozco me abraza; luego, uno a uno, comienzo a gritar sus nombres. He ido a muchas fiestas este año, más incluso que a las que fui durante el circuito de quinceañeros en tercero de secundaria, y la escena no ha dejado de repetirse. Este es el estado de las fiestas en 2022: todas las amistades que creíste disueltas por los años del encierro aparecen, reaparecen, sonrientes desde esquinas y azoteas. Qué bien qué viniste. Qué regia que estás.
Y es verdad: estoy regia. Estoy al lado de una mesa de vidrio que de momento es un bar. El piso, que parece estar hecho de cemento rojo, brilla donde el licor se ha derramado. Eduardo trajo un six-pack de Pilsen. Al costado, sobre el vidrio pegajoso, hay una caja rasgada de Mike’s Hard Lemonade, un vino blanco, un pisco lleno, un pisco vacío, coca-cola, ginger ale, y un par de Smirnoff de manzana. El bodegón es medio adolescente; uno piensa en las fiestas que no sucedieron después de nuestra promoción. Una gota helada, anónima, me recorre la espalda desnuda.
La primera vez que vi a alguien hacer el paso de Anitta me pregunté por qué la gente hacía planchas en la discoteca, si este era el siguiente paso en la evolución del perreo. Ahora, en Agosto, aferrándome con las uñas al último mes de mis vacaciones, ya no me sorprende: grito con todos cuando los chicos tensan el brazo, ondulan los abdominales en paralelo al piso. Miriam me apunta con su vaso y manda a un chico en mi dirección. “Cuídala,” le dice riendo. Bailamos: me toma de la mano y engancha mi brazo en su cuello y yo sonrío, pero mantengo la distancia. Le pregunto si conoce a los cumpleañeros. Dice que no. Me pregunta dónde estudio, y le digo que en Estados Unidos. “Becada,” añado, sin darme cuenta hasta el final que suena a disculpa y alarde. Le pregunto dónde estudia y me dice que ha trabajado desde que acabó la secundaria. “Estoy ahorrando para irme a vivir con un tío que tengo allá.” Le pregunto dónde está su tío. “En Nueva Jersey. ¿Has estado?” No, le respondo, pero me dicen que hace un frío de mierda.
Lo cierto es que hace más o menos cuatro días estuve en Nueva York para el simposio de una organización en la que estoy afiliada. Pasé ese fin de semana con los ojos abiertos como platos, descubriendo cuánto dinero y ambición podían existir en el mundo. Intentaba no interiorizar complejos de inferioridad cuando oía a los otros participantes, criados en suburbios brillantes de California o Washington o Nueva York, listar sus logros y hablar con confianza preternatural de sus futuros. Pasé una noche hablando con un chico brillante en su departamento de Manhattan. En una de sus paredes había un mapa inmenso del mundo; me dijo que estaba intentando memorizar la historia de todos los países de África. Veinticuatro horas después yo cruzaba la avenida Faucett, de vuelta a La Perla, a la casa de mis papás. Mi edificio y el suyo tienen los ladrillos sin tarrajear, pero no por las mismas razones. Uno se pregunta cómo es que la gente acaba siendo tan distinta—cómo es que los millones de momentos de dignidad y ocio que brinda el dinero acaban por crear un cierto temperamento, un cierto número de rasgos, que luego llamamos inteligencia o talento. En todo caso, es cierto: ni yo ni mis amigos hemos intentando aprender de memoria la historia de todos los países de África.

Ya no hay cola en el baño. El piso de loseta blanca está cubierto de agua turbia, roja y marrón. Parece sangre, pienso melodramáticamente. En verdad es barro. Al fondo, la mesa de bocaditos está enmarcada por globos plateados, empanaditas y brownies en contenedores de plástico corrugado. Levanto la cabeza y me cae otra gota helada, esta vez sobre el cerquillo. La calamina está rajada, imagino, porque una mancha oscura y húmeda se extiende sobre el tul que cubre el techo.
Son las tres. Alargo la mano hacia una botella de Smirnoff pero toco cristal roto. Me sirvo ron con coca-cola en un vaso sucio y pienso, brevemente, en los virus. En general. En noviembre del 2021 escribí un ensayo sobre el verano post-COVID: hablaba de la felicidad del reencuentro y la necesidad de creer que esperaban mejores cosas en el futuro, del caudal de optimismo furioso que sentía en mis conversaciones con la gente de mi edad. El optimismo ya se ha consumido, me parece; lo que queda es otra cosa.
Miriam se apoya en mi brazo y me pide que la ayude a sentarse. Alguien la empujó, me dice. Me muestra su pierna, cubierta por el mismo barro rojo que vi en el baño, y seco sobre su piel pienso que ahora sí parece sangre. Su cara hermosa, su frente arrugada. Intento apoyar mi mano libre sobre el sillón a mi costado pero sin darme cuenta la hundo en una mezcla de licor y gaseosa empozada sobre la cuerina negra. Se ha evaporado el trago del suelo, el tul está oscurecido por la lluvia. Miro a través de las ventanas turbias. La noche, la calle, los semáforos, los telos. Los faroles que cubren el cerro. La multitud se ha reducido y ahora se cuaja en parejas. Está sonando Bad Bunny de nuevo; todo este invierno ha sonado Bad Bunny.
