
Por regla general mi familia no viaja, pero cada vez que un avión cruza una tormenta recuerdo algo que dijo uno de mis primos hace años: las turbulencias son como los terremotos. Le digo primo pero nunca entendí bien cómo estábamos emparentados, si es que lo estábamos; lo conocí en la provincia de mis papás en uno de esos veranos donde mis tías regresaban en vendaval a la casa de mi abuelo. Esas visitas eran nuestras únicas vacaciones y, además de un viaje a Cuzco a los quince, también mi única prueba de que existía un mundo afuera de Lima. Veranos lentos, aburridos. Sin internet ni televisión pasábamos los días entre la piscina, el cementerio y el mercado. En las tardes comíamos marcianos en un parque polvoriento mientras él, criado en Argentina y acostumbrado ya al trayecto de Ezeiza al Jorge Chávez, respondía nuestras preguntas sobre los viajes con un acento melódico: las turbulencias son como los terremotos.
Nunca lo volví a ver, pero he estado pensando mucho en él. Pasé estos cuatro meses viajando—porque estaba de vacaciones, porque me becaron algunas conferencias, porque he trabajado desde los dieciséis y quería descansar. Así que apenas acabaron las clases renuncié a mis dos trabajos, renuncié a encontrar uno nuevo, me aboqué a vivir de mis ahorros y a cultivar el hábito de dormir bien. En el mapa de las Américas mi trayectoria es un ouroboros. Así se sintió, también. No logré nada concreto: no sé si aprendí mucho y ciertamente no me siento descansada. Me pregunto si esto es un tipo de fracaso. Me pregunto si desde afuera estas elecciones parecen erráticas. En los días buenos esas cosas no me importaban: me levantaba convencida de la certeza de mis intuiciones, movida por una convicción inamovible, inexpresable. Ya no tengo ganas de hablar de los días malos.
Salí de la casa de mis papás a los trece pero sólo en Buenos Aires viví sola por primera vez. Sin compañeros de piso ni supervisores. De ese tiempo no recuerdo nada excepto lo trivial. Alquilé un departamento en Talcahuano con Juncal. Viví a dos cuadras de Cristina Kirchner. Tenía una cuña de queso en el refrigerador y un sobre de café en el repostero. Nunca compré azúcar, nunca compré verduras, y tal vez por eso se me abrían tan azules los moretones después de salir a bailar. Pasaba días yéndome a dormir a las siete de la mañana, pasaba tardes enteras caminando, pasaba las semanas sin tener un solo pensamiento, sólo el recordatorio traslúcido de que había que pasar por la casa de N para cenar. Nunca fui tan feliz.
En el vuelo a Sao Paulo acabé de leer Todos los caminos están abiertos, de Annemarie Schwarzenbach. En 1939, internada en un hospital de Suiza en tratamiento por su adicción a la morfina, Schwarzenbach conoce a Ella Maillard: “Encontré en ella un eco tan inesperado (...) una tan indudable sintonía en la motivación y los pensamientos, que me sentí tranquila y contenta: no se había torcido mi camino.” Dos años después viajaron juntas a Afganistán, un trayecto en apariencia periodístico que tenía intenciones terapéuticas; como tienden a ser la mayoría de los viajes, casi un capricho. El libro recopila las columnas que Schwarzenbach escribió sobre esos meses juntas. Sobre el final del viaje, escribe: “La realidad de ayer arde aún en el dolor de la despedida, la de anteayer es un episodio concluido que no volverá nunca más, y lo que sucedió hace un mes es sueño y vida pasada.”
Si la memoria sensorial de los viajes desaparece tan fácilmente, si las fotos y los recuerdos son banales, es porque lo que viajar hace por nosotros es más importante: nos enseña lo patéticas que son nuestras ambiciones, lo poco que importan fuera de ciertos universos sociales. “Afincados en una ciudad, residentes en un país, adscritos a una clase o círculo social determinado, pertenecientes a una familia o clan y atados a las obligaciones de una profesión (...) a menudo nos sentimos demasiado seguros,” escribe Schwarzenbach. Frente a estas certezas, continúa, los viajes son inmisericordes.
Siempre me ha atraído la posibilidad de la reinvención: soy sagitario. Era eso lo que me gustaba de la vida tan geográficamente fragmentada que he llevado desde los trece, y es por eso también que pasé tanto tiempo atrás de lugares y personas que me demostrasen que mi perspectiva era circunstancial. Creía entonces que lo más importante era conservar el poder de arrancar siempre los cimientos, de jamás dar las cosas por sentado.
Ya no estoy tan convencida de que estas sean virtudes. En esto pensaba, por lo menos, mientras el avión hacía su aterrizaje. Lo dice Schwarzenbach también, en el name drop del libro: “Ciertamente, todos los caminos están abiertos, y no llevan a ninguna parte, a ninguna parte.” Viví casi dos meses en Buenos Aires, el tiempo suficiente para sentar los cimientos una vida y para que me extrañara la tristeza dura que sentí al abandonarlos. Quería coleccionar platos, una dirección postal, una cama propia, una manera sólida de leer al mundo—el cliché de los mochileros: algo a lo que pueda arraigarme.
P espera mi taxi bajo la garúa de Butantã y luego me coce un plato de carbonara como regalo de bienvenida. La mañana siguiente nos visita M, que ahora vive con su novia en Río. En un bar intercambiamos noticias, nos ponemos al día; no nos hemos visto en más de tres años.
Nos conocimos en una secundaria privada donde éramos becados. Como entonces, casi todos los viajes que hice en el tránsito de esos años han dependido de benefactores académicos. No es glamuroso, pero no es nada lastimero tampoco: materialmente hablando me ha resultado muy útil. Era un buen colegio, me cuidó bastante bien, me pagó todo lo que cabría pagar y luego más. Crucialmente fue ahí que aprendí por primera vez lo que era la clase social. Lecciones sucintas y tácitas dosificadas a lo largo de los años. Como que lo único real en el mundo son las personas y el dinero; todo lo demás es prestado. Como que hay lugares donde la clase importa más y lugares donde importa menos, pero el derecho de piso siempre se gana exhibiendo los signos que esta perfora en el cuerpo y la mente. Lo dijo Mark Fisher: “quédate donde estás, habla la lengua de tus padres y no serás nada; asciende, aprende a hablar en el idioma del maestro y te habrás convertido en algo, pero sólo suprimiendo tus orígenes—¿y no es el logro precisamente esa supresión?”
En Boston compartí la colcha con ingenieros, biólogos. En San Francisco el sol era una droga. En Chicago alguien me preguntó dónde me veía en cinco años y mi respuesta fue en Estados Unidos. Así va a ser a menos que decida abandonar la universidad o cambiar radicalmente la trayectoria de mi vida. Salir de Perú nunca me pareció un triunfo a secas, pero es sólo ahora que el precio de ciertas elecciones me es más claro. En cinco años habré pasado aquí la primera parte de mi juventud. Ciertos amigos estarán más cerca y ciertos estarán más lejos. Mis padres tendrán sesenta y uno y sesenta y dos años. Tal vez el español comenzará a fallarme. Este será, después de Lima, el lugar en el que habré vivido por más tiempo.

Vince Passaro: To be poor in New York was humiliating, a little, but to be young—to be young was divine. El último día de las vacaciones voy a una fiesta en Brooklyn. A las dos de la madrugada voy con S al jardín y fumamos. Luego de la primera calada él levanta su barbilla hacia la casa donde otras conversaciones van transcurriendo. Me pregunta cómo me siento respecto a todo esto—esto siendo, creo, el cisma entre la vida que esperaba vivir y la que he acabado viviendo. Dice, sonriendo: this charmed life.
Me fui de la fiesta sin despedirme. Si lo hubiera pensado mejor creo que habría respondido que cada día opino distinto al respecto. No creo en la gratitud servil, pero la furia frente a lo en apariencia perdido (el tiempo, el idioma, el país) me es redundante. Puede parecerme a veces que la precariedad de la primera parte de mi vida sólo se ha convertido en otro tipo de precariedad, enrarecida y sutil. Pero incluso si en estos lugares uno está destinado a siempre ser un turista—eso no es glamuroso, pero no es nada lastimero tampoco.
El orden de una vida es mucho más frágil de lo que parece, los embates de la suerte mucho más violentos de lo que cabe esperar. Y yo he tenido mucha suerte. Lo que estoy intentado hacer ahora es comprender la magnitud de la ruptura entre el presente y el pasado. Tendría que ser posible encontrar un lenguaje con el cual resarcirla, encontrar palabras con las que aprehender la fuerza muscular, irreversible de estos cambios. Sin cobardía, sin lástima. Eso me enseñó mi padre cuando yo era niña. Eso aprendió él en el pueblo donde pasábamos juntos el verano, ese que abandonó definitivamente cuando tenía la edad que tengo yo ahora: uno tiene derecho a vivir la vida que quiera, pero tiene que atenerse a las consecuencias.
Hay quien llama a esto estoicismo. Hay quien lo llama sumisión. Y hay quien cree que la diferencia no importa mientras uno se gane un buen día como este, el último día de las vacaciones. En el desayuno comimos huevos revueltos y tomates fritos. Para el almuerzo, vino y banh mi. Cuando me despedí de mis amigos en la estación de tren comencé a caminar hacia la primera fiesta de la noche. Atardecía sobre las fachadas de las mansiones de Park Slope, sobre sus árboles frondosos y bajos. Cruzaban la calle mujeres en vestidos blancos. Cruzaban las siluetas de los ciclistas contra la franja celeste del cielo. Y el aire estaba tenso, como una cuerda, aunque por varias horas tuve la impresión de que pronto el calor iba a romper.