chactando cuy para cuatro millones de mis mejores amigos
sobre los nuevos influencers de la sierra, para El País
Para El País he escrito sobre Waldir Maqque y Alessandra Yupanqui, dos influencers de los andes. La pandemia aceleró la adopción del internet en toda Latinoamérica, un cambio que ocurrió con particular fuerza en las áreas rurales; el éxito de estos dos chicos y sus coetáneos es una de las muchas formas en las que la tecnología está cambiando el rostro de la región.
La primera vez que vi los videos de Maqque me fascinó su carisma —probablemente más poderoso que el de la mayoría de figuras televisivas de hoy— y la fluidez con la que manejaba el dialecto audiovisual del internet. Sus videos saltan entre tomas de vasijas de barro, cortes de carne y verduras hirviendo en agua mientras él silba ciertas frases—frases que repite en todos sus videos, que ahora se han solidificado y convertido en su marca(™). Yo estaba pensando en el internet de 2014, 2017, 2019, cuando muy pocos gringos, y ningún pituco, trabajaban con aquel nivel de producción. Pero en 2021 Maqque lo estaba haciendo, y no era el único. Luego de la pandemia —de por medio, el triunfo de los smartphones por encima de los televisores y de los videos cortos como formato universal del internet— había nacido un nuevo léxico digital, con sus propias preocupaciones estéticas y temáticas. Yo estaba llegando tarde.
Lo que más me interesó fue la incomodidad que estos videos han despertado en algunos, incluyéndome. En una entrevista que no alcancé a citar, Nino Bariola mencionó que es muy fácil, e incluso entretenido, hacer un análisis del lado oscuro de los procesos sociales, una suerte de deconstrucción vulgar. Nino hablaba del boom gastronómico peruano, que en el discurso popular se construye como un milagro hermoso y que en los círculos de gente que estudió humanidades (etc) se describe como un fenómeno de gente blanca y pituca, Gastón Acurio y sus amigos, otra propaganda del empresariado y marca perú punto com.
Es divertido decir estas cosas; es divertido indignarse y creerlas. La verdad es más complicada. Como comentó Nino, es cierto que muchos chefs, especialmente los más famosos, sí eran blancos y venían de trasfondos sociales privilegiados. Pero, continuó, “considerar que [el boom gastronómico] es liderado solamente por la gente de arriba es oscurecer que el trabajo de los cocineros es, como dicen varios sociólogos, un trabajo más bien colectivo.” Mucha gente estuvo en esas cocinas—chefs cholos como Victoriano López, que lideró La Mar en San Francisco y Tanta en Chicago, pero también jóvenes de barrios populares que comenzaron a estudiar gastronomía en masa y formaron la espina dorsal de estos restaurantes. “Al reproducir la narrativa de que han sido solo estos chefs de élite quienes han definido la cocina peruana”, dice, los oscurecemos a todos ellos.
El punto no es defender al boom gastronómico (literalmente no necesita ser defendido), sino entenderlo de manera distinta; como dijo Nino, es “dejar de ver los restaurantes como productos del chef artista” para verlos como “un campo que surge de múltiples engranajes, de gente que trabaja allí y allí encuentra significado”. El boom, con toda su artificialidad y espectáculo, sí extendió las oportunidades laborales en el sector culinario y creó espacio en los medios para chefs no-blancos como Waldir Maqque.
Estoy simplificando los argumentos de Nino, con quien tuve una conversación mucho más larga y que está escribiendo un libro al respecto. Pero digo esto para demostrar que es necesario ser cínico y curioso al mismo tiempo; que estancarse en la certeza moral de las deconstrucciones vulgares no es solamente poco útil, sino también poco inteligente.
También lo digo porque los videos de Soledad Secca, Waldir Maqque y Alessandra Yupanqui han despertado varias críticas, la más prominente siendo que ellos se aprovechan de la cultura indígena para lucrar. (A veces, la crítica es más simple: hay gente que sencillamente es racista. Esa gente no me importa.) Se dice, a niveles distintos dependiendo del creador, que ellos exageran su acento, que en verdad no usan poncho, que sólo les interesa la fama, que son blancos por dentro.
Tal vez es una empresa vana, pero quiero tomar en serio estas críticas porque creo que son la clave para entender de dónde vienen estos chicos y a dónde vamos todos nosotros. Si uno es de Lima, una ciudad miope cuando no ciega, lo más probable es que no conozca la textura real de la vida en la sierra rural del país (los viajes a Machu Picchu no cuentan). Muchos limeños aún miran con confusión a lo que ocurre en Puno o Cajamarca: no están seguros si esa gente tiene carros o llamas, si usan jeans o polleras, si piensan como ellos o como en, dios mío, La Paisana Jacinta. Esto es especialmente cierto si uno es hijo de migrantes, porque los procesos de migración a Lima pueden engendrar tanta violencia que a veces causan una represión igualmente violenta de estos legados. (Hay, como siempre, excepciones). El deseo, embutido dentro de uno por la ciudad, es ascender, dejar de ser cholo o, en todo caso, ser cholo de la manera correcta: hablar español, vivir en la capital, ser un emprendedor1.
Creo que parte de la crítica hacia estos creadores viene de este vacío conceptual. Si uno conoce la sierra tenuemente, y si la visión de uno ha sido influenciada por los medios tradicionales de Perú, es posible reaccionar a las imágenes de estos chicos con paternalismo o indignación: qué raro que graben tan bonito. Nos deben estar mintiendo. Nos deben querer vender algo.
Por supuesto, un influencer siempre te quiere vender algo—su imagen, su marca, su nombre. Un influencer siempre está pensando en cómo te lo está vendiendo. Pero cuando Alessandra Yupanqui edita sus videos y fotos de la mano de un equipo de cuatro personas, y cuando Waldir Maqque estudia con cuidado los videos de cocina de sus pares para luego superarlos, ellos están actuando como todos sus coetáneos. Como dijo Américo Mendoza Mori, la autenticidad existe, pero no es algo puro, estático y atemporal. La autenticidad siempre se construye. Y las imágenes que triunfan, especialmente en el internet, son las que transforman a todos los objetos en mercancías bellas, el aesthethic; quejarse de esto es como ir a un mall y reclamar que no es un parque, que allí todo el mundo algo quiere que les compres23.
Así que cierto que a estos chicos se los critica porque en su destreza digital se mueven en contra de las “imágenes coloniales” de lo indígena; también es cierto que sus imágenes han sido, como las de todos los otros creadores de contenido, cuidadosamente ensambladas para verse auténticas.
Mi punto: hay una tensión real entre deshacer las imágenes viejas sobre la vida en los andes y simultáneamente rehacerlas porque el éxito comercial depende en parte de esas imágenes—de grabarse, con jeans y zapatillas, hablando sobre la belleza de la vida en la puna y el romance de las montañas y las vicuñas. Quería saber cómo se explora y explica esta tensión, y cómo se la empuña para construir imperios de cuatro millones de seguidores.
En fin. El artículo entero está en el país punto com, donde llevo un mes siendo becaria. Veo al texto como una culminación de la serie de ensayos que he escrito sobre Instagram, el primero siendo un reportaje de la subcultura de activistas-meritócratas y el segundo un ensayo personal sobre estar terminalmente online. Siempre quise acabar esa serie con un perfil y tuve la suerte que mi editora en América Futura, una genia, me apoyara en el proceso.
Cuando comencé a escribir en público hace cuatro años creía que el internet iba a ser el gran tema de mi carrera. Ya no me interesa tanto, la verdad, aunque todavía creo que es importante narrar algunas de estas historias. Pienso siempre en uno de mis pasajes favoritos de Proust, donde el narrador describe la primera vez que vio un aeroplano:
De pronto mi caballo se encabritó; había oído un ruido extraño, me costó dominarlo para que no me arrojara al suelo; luego levanté los ojos al lugar de donde parecía salir ese ruido, con los ojos llenos de lágrimas y vi a unos cincuenta metros por encima de mí, entre dos grandes alas de acero reluciente que lo llevaban, y en el sol, a un ser cuya figura borrosa me pareció similar a la de un hombre. Me conmoví tanto como podía estarlo un griego que viera por primera vez a su semidiós. También lloré porque estaba dispuesto a llorar en el momento de reconocer que el ruido se originaba encima de mi cabeza — los aeroplanos aun eran escasos en esa época— al solo pensamiento de que lo que iba a ver por primera vez era un aeroplano. Entonces como cuando se advierte la proximidad de una palabra conmovedora en un diario, no esperaba sino haber visto el avión para echarme a llorar. Sin embargo, el aviador pareció vacilar acerca de su camino; yo sentía abiertos para él —delante de mí el hábito no me hubiese aprisionado— todos los caminos del espacio y de la vida; llegó más lejos, planeó algunos instantes, por encima del mar y decidiéndose de pronto, pareció ceder a alguna atracción inversa a la del peso y como si volviera a su patria, con un ligero movimiento de sus alas de oro, picó en línea recta hacia el cielo.
En busca del tiempo perdido es, entre otras cosas, un documento del cambio tecnológico en Europa a finales del siglo 19. En Un amor de Swann, el protagonista aún le envía mensajes a Odette por medio de sus sirvientes, que viajaban en carruajes o a pie, con miedo a que estos lleguen demasiado tarde. En el tránsito de los años, acompañamos al narrador mientras oye que algunos amigos de la familia se han instalado por primera vez un teléfono, y sentimos su sorpresa cuando a través de la máquina oye por primera vez la voz de su abuela desglosada de su cuerpo. Lo acompañamos mientras nacen la fotografía y el impresionismo, el tren y el automóvil, y la cultura de masas en el París de la Primera Guerra Mundial.
Lo que me gusta más de este pasaje es cómo captura el sentimiento de asombro que sólo puede crear la tecnología—nuestra ausencia absoluta de poder frente a ella y, en simultáneo, la dimensión de poder absoluta que ella desencadena. Puede que el internet, como se ha dicho mucho a lo largo de estos últimos años, nos pudra el cerebro; puede que nos convierta en versiones ansiosas y tristes de nosotros mismos, que nos desdibuje empleando nuestras propias acciones (“…vi dos grandes alas de acero reluciente que lo llevaban, y en el sol, a un ser cuya figura borrosa me pareció similar a la de un hombre…”). Pero el internet también ha creado formas de percibir el mundo que son aterradoras justamente porque son históricamente nuevas (“levanté los ojos al lugar de donde parecía salir ese ruido, con los ojos llenos de lágrimas…”).
Una versión deforme e imposible del mundo existe dentro de tu computadora4. Luego de pasar tanto tiempo en el internet uno comprende que si a veces es una jaula de espejos, a veces también es un fenómeno sobrenatural (“yo sentía abiertos para él —delante de mí el hábito no me hubiese aprisionado— todos los caminos del espacio y de la vida”). Para mi ha sido ambas cosas. Pocos dirían que su primera búsqueda de Google los conmovió “tanto como podía estarlo un griego que viera por primera vez a su semidiós”, pero si uno habla con aquellos que han conseguido encauzar el internet en su dirección —o en contra suya—, uno oye algo distinto. Hay quien puede transformar el torrente de imágenes en dinero, atención, y una vida nueva. La gente no ve a Dios cuando se vuelve viral, pero Proust tampoco vio a Dios la primera vez que vio un aeroplano. Solo necesitaba darle palabras a su momento de la historia; eso es lo que me interesa5.
Este es el drama central de nuestra literatura nacional; todo lo que estoy diciendo ya lo dijeron mejor los indigenistas hace 50 años.
Quejarse de que hay demasiados malls y no hay ningún parque me parece correcto, pero esa es una conversación distinta.
Y odio decirlo porque es un poco un cop-out pero nadie se molesta con Flavia Laos porque “así no viven las modelos” o “así no viven las pitucas”; con los influencers más tradicionales nos es fácil tolerar el artificio.
Cuando entro a Twitter demasiado temprano en la mañana, siendo que tengo una línea directa al Ello del mundo, y que quiero colgar.
Obviamente no puedo escribir como Proust y, de hecho, estos meses en El País (punto com) me han llevado a comprender los límites de mis habilidades como escritora y periodista. Como soy absolutamente delulu también creo que puedo expandir estos límites con la práctica y el paso del tiempo, lol. Fuera de eso estoy bien y me siento feliz. En México, donde vivo estos meses, el cielo aniega la ciudad con fuerza un par de horas en la tarde; luego hace sol, se puede caminar, tomar un café. Siento que se han acabado, al fin, los últimos dos años de mi vida. Tengo ganas de ver lo que viene después.